Era una flor
No recuerdo haber visto ojos tan lindos desde aquella vez en el que me enamoré por última vez, sus labios, eran pura perfección poética que recorrían hasta sus mejillas, tersas y sonrojadas. Su mirada parecía la de un lince apunto de cazar una pieza de gran tamaño. No recuerdo los días que podía estar pasando viendo su foto, acariciándola suavemente por su pelo del color de la plata fina. Recuerdo aquellos días en los que enamorado como un quinciañero vivía por él, mi vida giraba en torno a esa figura misteriosa que sólo había conocido de vista y que jamás podría dirigirme en persona. William se llamaba, más conocido como el Soldado de los Mares del Norte, siempre viajaba en busca de fama y fortuna por todo el Mar del Norte, desde Edimburgo hasta las Orcadas y jamás me hacía el vacío ante una mirada fogosa y ardiente que se dirigía por todo su esbelto cuerpo hasta llegar a su cara de ángel que lentamente me poseía de deseo y pasión.
Corría el año 1643 en la ciudad de Edimburgo perteneciente a la Liga Hanséatica. Eran tiempo felices, yo era un próspero mercader de telas preciosas y joyas que viajaba por toda la ruta comercial de Edimburgo a Lübeck, pasando por Londres, Brujas y Alborg. Recorríamos en nuestra pequeña nao San Jorge Clemente todos los meses los cargamentos que nos llegaban desde nuestro puesto comercial en Edimburgo. Cuando estaba en la cantina de regreso a un viaje, siempre le venía bajando de su balandro con alguna nueva joya, nos mirábamos a los ojos con fogosidad y pasaba al lado mía con disimulo pero yo sabía que me seguía el rostro por el rabillo del ojo.
A cosa de una semana que el sentó delante mía, sin faltarme la mirada, con los ojos quietos en mis pupilas del color azul cielo pidiendo un trago de vino, me preguntó que qué hacía, dónde vivía y por qué estaba aquí, le comenté que era uno de los pocos comerciantes que quedaban de la ruta de la seda y que había acabado una ruta desde ese puerto hasta Lübeck pasando por las ciudades antes mencionadas. Él me sonrió y me preguntó que si estaba dispuesto a hacer un trato comercial con él, era sencillo: Me vendía dos fardos de oro a cambio de uno de rubíes. En un principio me extrañó tal trato ya que salía él perjudicado pero acepté y cuando apreté su mano, sentí calor y en ese momento me sonrió y me dijo que estaríamos en contacto dándome su dirección y yo dando la mía muy gustosamente.
Pasaron tres días hablando todas las tardes en la cantina del puerto de la guerra, el comercio y el precio de las cosas hasta que surgió ese incipiente silencio interrumpido por los demás marines borrachos y las gaviotas del puerto. Salió el tema del amor de improviso y mi corazón cada vez latía con más fuerza, éramos jóvenes teníamos una vida por delante pero no comentó nada de una bella dama a la espera ni siquiera mencionó el tema de mujeres, tampoco hacía caso a las prostitutas que se acercaban a las mesas a por algo de dinero a cambio de un rato de morbosidad, yo tampoco, mi conversación sólo iba dirijida a él y cada vez con más intensidad y más fervor hablabámos de nuestras relaciones románticas en el pasado que habían sido en balde para ambos.
A la noche siguiente se acercó a mi casa y le invité a pasar hablando de nuestro acuerdo comercial: estaba dispuesto a aumentar en un fardo más la oferta pero rehusé cariñosamente debido a que le tenía aprecio y me había enamorado locamente por él. Cuando acabamos el tema de lo comercial volvimos al tema del amor hasta que me cogió de una mano y me la besó, mi cuerpo entró en trance, mi corazón se paró y hubo un silencio que sólo pude responder con un beso apasionado en sus tersas mejillas sabor a canela y cilantro. Sus besos se dirigieron esta vez por el cuello, tocando con las manos los botones de mi camisa, arrancándolos lentamente. Nos dirigimos a mi habitación, allí se estaba más cómodo, lentamente nos fuimos quitando la ropa y todo se hizo eterno bajo la luz de una vela. Hicimos el amor, lentamente, con disimulo de que no se nos escapara nada. La luz se consumió y llegamos al clímax de la situación ese momento en el que los dos cuerpos se unen para siempre, ese momento en el que se escapan gemidos de ternura y pasión entre las sábanas sudadas y revueltas.
Fue un momento mágico, le confesé mi amor eterno, la causa de mi vida iba por él y no podía sino reclinarme al amor puro y verdadero que tenía con él. Entre gemidos de alivio me contó que mañana navegaría la zona de Scarbought en busca de piratas al servicio de la corona inglesa. Y le dije que volviera, aunque nuestro amor fuera prohibido a la vista de la gente yo le amaba y eso es lo que más importaba como él me amaba a mí.
A la mañana siguiente partió no sin antes darme un clavel rojo de bellas flores con un guardapelo de uno de sus mechones del color de la plata que yo comerciaba. Partió y nunca supe más de él, busqué toda mi fortuna en encontrarle hasta llegar al punto que me arruiné empeñé todo lo que tenía en encontrarle hasta que me llegaron noticias de que su barco fue hundido por el temible corsario Adam Locke y que descansaba en las aguas del norte, donde el siempre quiso estar.
Ahora que tengo 67 años y que ya me queda poco en este mundo comprendí que el destino lo quiso así y que la culpa no fue mía por no dejarle marchar. Tampoco fue de él, yo siempre le amé y me quedó como recuerdo de lo que se avecinaba el guardapelo y el clavel rojo que guardo seco en uno de mis libros. Siempre pienso todas las mañanas que ya me queda poco para estar con él por siempre. Era una flor preciosa.